El documental de Amaya Villar Navascués forma parte ya de esas películas imperdibles porque ayudan muy bien a comprender un cambio de época.
La directora ha aprovechado su archivo fílmico desde los 18 años hasta los 38 y ha contado con sus propias imágenes, las de algunos amigos o las que ha grabado para la ocasión su propia historia. Digamos que es como una carta fílmica donde va mostrando de dónde viene a nivel afectivo y hacia dónde se dirige a nivel profesional pero también a nivel personal. Para ello se centra en sus relaciones amorosas y cómo fue su implicación en las mismas a la vez que se labraba una carrera profesional viajando a diferentes lugares bien para especializarse o para llevar a cabo su trabajo.
Destaca por encima de todo la capacidad para el montaje. De hecho, su profesión es la de montadora. Queda clara su valía y la maestría para elegir el fotograma adecuado en la narrativa que quiere desarrollar.
Por otro lado, es muy divertida a la vez de emocional y puede ser una mirada a una generación que no lo ha tenido tan bien a nivel profesional como prometía. Las nuevas relaciones de pareja emergen y desde la honestidad es capaz de contar su propia realidad.
Este formato de seguir la propia biografía de relaciones amorosas, lo hizo también, Itsaso Arana en su documental John y Gena, en el que también, con una mirada cinematográfica distinta, bucea en ella misma a partir de los testimonios de sus ex parejas. Mucho que agradecer a ambas por los ratos tan buenos y novedosos que nos han regalado.
Fue nominada a mejor documental a los Goya en 2024, nos queda seguirla como montadora y también a esperar su segunda película.